kanthari

Corona Blog – Día 25: 18.04.2020

Escuela Albert Schweitzer en Kenia

Hope Restoration centre in Kisumu county, Kenya 2014

“¿Quién de nosotros ha experimentado algo como esto? ¡La escuela cierra debido al Coronavirus y los estudiantes simplemente no quieren volver a casa!”
Una buena amiga me cuenta sobre su proyecto piloto, en Kombewa, en el condado de Kisumu, Kenia. Ella me describe fotos en las que los alumnos están perdidos a la sombra de un árbol y se ven muy pensativos. Están familiarizados con los virus, muchos de sus padres han muerto y eran VIH positivos. Sin embargo, el Coronavirus es algo completamente nuevo y aterrador. Aunque hay solo 25 casos reportados en toda la región, el mundo parece volverse loco. Ni los niños, ni los adultos pueden entender eso.

Según Steve, una cuarta parte de la población local es VIH positiva. Los muchos muertos por el SIDA dejan innumerables huérfanos por el SIDA.

Steve Onyang, un graduado de kanthari de 2013, se hizo cargo exactamente de estos huérfanos. En primer lugar, acogió a los hijos de sus familiares. Con su esposa Rosemary, comenzó la organización Hope Restoration Center, un hogar para huérfanos del SIDA, antes de llegar al instituto kanthari. Durante el programa kanthari desarrolló el sueño de una escuela primaria para huérfanos. Si es posible, los niños deben crecer con sus abuelos u otros parientes y venir a su escuela.

Un año después, en la primavera de 2014, nos propusimos visitar a Steve y Rosemary en su proyecto. Éramos cuatro de nosotros. Marijn Poels, un conocido documentalista holandés, Tomek, un participante polaco kanthari del año de Steve, que se había fijado el objetivo de documentar los kantharis y sus acciones con cortometrajes de video, y los dos, Paul y yo. Estaba escribiendo mi cuarto libro. Esta vez debería de ser sobre los kantharis y las diferentes iniciativas de los participantes. Para esto visitamos a algunos de los graduados en sus remotas aldeas.

Aquí hay un pequeño extracto de nuestro viaje al pueblo de Steve, en medio del desierto.

“¡Tios! ¡Que conductor !” Íbamos a toda velocidad en la noche. Estábamos sentados amontonados sobre el asiento trasero de un taxi demasiado antiguo, a la izquierda delante de mí, Tomek, un antiguo alumno de kanthari, del que la velocidad parece haber cortado la voz, y a su lado, Marijn, que soltaba una palabrota de vez en cuando. A la derecha delante de mí, la puerta del coche, de la cual no estoy muy segura que sea bien cerrada o solamente empujada por el viento.

Paul había largamente discurrido el precio inaudito con el conductor. Pero el conductor decía, que teníamos que entender que era tarde, que su tía abuela era a punto de morir, que tendría que recorrer todo solito el camino de vuelta en ciudad, ¡y que la noche era taaan oscura !

Paul se había sentido vencido, porque era verdaderamente ya tarde, y estábamos muertos de sueño. Cuando hubimos almacenado todas las bolsas y también los viajeros, partimos, con canciones raps africanas que salían desde los altavoces chisporroteando, acompañados por el ruido de chatarra inquietante del maletero. Pero solo cuando estuvimos ya en la carretera, entendimos lo que el conductor había querido decir con la frase, ¡que la noche era taaan oscura!

Una fuerte palabrota de parte de Marijn : “Mierda, tío, ¡conduce sin luces !”

La vida vuelve en mis compañeros de viaje cansados. Todos protestan. Como el conductor no reacciona, Paul intenta alumbrar la carretera con una pequeña linterna, desde el asiento del pasajero, pero no obtiene gran cosa. Para ser justo, se tiene que decir, que muchos de los camiones que cruzamos en sentido inverso conducen también sin luz. Se vuelven artefactos oscuros que pasan a toda velocidad, delante un cielo nocturno también oscuro y cubierto de nubes.

“Ya hemos sobrevivido muchos malos conductores”, dice Paul, “pero eso es a pesar de todo un poco demasiado insensato.”

Marijn y Paul obligan el conductor, primero reticente, a parar para que arregle por lo menos una de las luces. Con la mitad de luminosidad, pero doble velocidad, seguimos después.

Soy tensa, pero no me dudo verdaderamente de lo que pasa. Solo mas tarde, mis compañeros de viaje me cuentan como el conductor, a una velocidad de 80 Km., sobre carreteras de campaña relativamente estrechas, salía de vez en cuando la cabeza por la ventana. No estaba muy claro si era para refrescarse o para ver mejor. Durante esas acciones, el vehículo se echaba de izquierda a derecha y daba saltos de ranas. Por suerte, no lo metía a la cuenta del chofer y de la excesiva velocidad, pero simplemente sobre las malas condiciones de las carreteras.

Después de una hora de tensión continua, quitamos la vía Express y traqueteamos ahora al paso a través de una jungla todavía más oscura, que parece estrecharse siempre más cerca por los dos lados de nuestro vehículo. Follajes, matorrales y ramajes rascan el lado de las puertas laterales y dan latigazos por encima del techo del coche. Traqueteamos en un movimiento de balanceo de bache en baches, y de vez en cuando, el vehículo se para tan repentinamente como si hubiese percutido una pared.

“¡Ten cuidado a no atropellar un elefante!”, intenta bromear Paul.

Pero el conductor contesta sin humor y un poco embarazado: “Aquí, no hay elefantes, solamente hienas y leopardos.”

Y finalmente una exclamación: “¡Mirad, la luna! ¡Un pueblo!” Como si hubiésemos finalmente llegado en un territorio habitado, después de un tour de una semana, Marijn se exclama maravillado: “¡Jambo! ¡La belleza de África!”

Acabamos de entrar en Seme, un pequeño pueblo en alguna parte de la selva. Es en plena noche, pero parece que aquí nadie duerme. Perros ululan, niños bailan, todos quieren vernos, nosotros, los Mzungus, los blancos que llegan desde lejos, aquellos con quien « Tío Steve » a pasado siete meses enteros en el sur de la India. Tío Steve, padre de cinco niños propios y de veinte huérfanos adoptados del SIDA, es aquí visiblemente la persona venerada respectada por todos. Aunque que, con su cuarentena, no sea desde lejos el más anciano, todo lo que dice a los pueblerinos con su voz viva, casi juvenil, está metida a ejecución inmediatamente. Algunas palabras en Luo, el idioma local, y ya se extienden las manos verso nosotros de todas partes, para encargarse de las mochilas. En un agrupamiento de niños, de terneras y de vacas, atravesamos un prado y nos dirigimos verso el complejo de edificios del orfanato. Salvo que no se puede verdaderamente hablar de un complejo aquí. El hogar consiste en una agrupación de chozas pequeñas y grandes, un espacio cocina humeante, establos que huelen a bovinos y a heno fresco, y una casita de letrinas fácilmente identificable al olor, que no se puede ciertamente pasar por alto, aunque en la noche más obscura. Pero ahora, la luna luce e ilumina el estrecho camino que serpentea a lo largo de pequeños estanques con ranas croando ruidosamente y que lleva directamente hasta la choza principal.”

(Del libro “El taller de sueños de Kerala – Se puede aprender a cambiar el mundo” (traducción española en curso).

En los últimos años, esta casa muy minimalista se ha convertido en eso:

Hoy su proyecto se llama ” Albert Schweizer Schule, Kenya “, un complejo escolar majestuoso con 200 estudiantes. ¿Cómo surgió?

En 2013, Steve conoció a nuestros amigos en el instituto kanthari, la familia suiza Munz. Andrea, quien fue una catalizadora invitada por primera vez en ese momento, se había entusiasmada y volvía siempre de nuevo desde su primera experiencia. Como psicóloga, ofrece talleres de comunicación y narración terapéutica y es una ayuda indispensable para preparar a los participantes para las charlas kanthari, un festival anual de oradores.

En 2013 también vinieron sus padres, Walter y Jo Munz. Walter fue el sucesor directo de Albert Schweitzer y dirigió la famosa clínica en la jungla de Gabón, África occidental, durante más de diez años.

Los tres se hicieron amigos de Steve y, con el paso de los años, se estableció la primera escuela Albert Schweitzer en Kenya. Andrea Munz dirige la asociación en Suiza y visita a Steve anualmente.
www.albert-schweitzer-schule-kenia.ch

Durante las últimas semanas, he tratado de contactar a Steve una y otra vez, pero apenas tenía acceso a Internet en su región, y para poder hacer llamadas con él, tuvo que viajar 40 kilómetros hasta Kisumu. Entonces Andrea me contó sobre los eventos en el sitio.

Cuando el decreto del gobierno llegó a cerrar todas las escuelas, Steve y su equipo querían cumplir, pero los niños se quedaron. Después de varias solicitudes para volver con sus abuelos y parientes, se dieron cuenta de lo que estaba sucediendo. Tenían miedo de no poder obtener lo suficiente de sus familiares. En la escuela Albert Schweitzer, cada niño recibe desayuno y almuerzo. Todo el equipo decidió quedarse. Se cocinaba juntos y los niños se dividieron en pequeños grupos para cerrar el tiempo entre comidas a través de juegos y cuentos.

A menudo nos sorprendió que nuestros participantes en kanthari, que iniciaron escuelas o centros de capacitación en países africanos o asiáticos, atribuyeran gran importancia a las comidas tanto como al plan de estudios. Hoy, sin embargo, el virus nos deja en claro en todos los aspectos qué prioridades se deben establecer.

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